lunes, 20 de octubre de 2008

La Historia del Pato Sin Fin

Había una vez un pato, un pato que no tenía fin.
Por más que el quisiera verse la cola, no podía, él no tenía fin.
Era el pobre pato infinito.

viernes, 17 de octubre de 2008

La Revolución de los Pelos


Yo soy Gabriela y a mi no me gustaban los pelos. Nunca me habían gustado. Dos veces por semana realizaba mi ritual de eliminación total de vellos. Me depilaba las piernas, las axilas y con el tiempo aprendí a deshacerme de la maraña que crece en mi “florcita” sin ayuda de nadie. Los pelos de los brazos me los cauterizaba con cuidado y los que salen por mi nariz eran controlados por lo que yo llamaba “mi pinshita”. Yo alegaba que tener pelos era antihigiénico; era cuna de bacterias y malos olores.

Una mañana no pude cumplir con mi ritual. El despertador no sonó y por andar soñando con animales lampiños (conejos sin pelo en la pradera, elefantes sin pelo en los circos, caballos sin pelos en competencias de equitación) me dejé llevar un rato más por Mofeo. Al despertarme, me di cuenta de mi retraso, obvié mi ritual y salí corriendo al trabajo. Pobre de mi, no sabía que en mi cuerpo ocurriría lo que siempre supe en silencio.
Estando en mi trabajo, comencé a sentirme acalorada; mis manos temblaban y mientras una gota de sudor se deslizaba por mi frente, caí desmayada. Cuando desperté, seguía estando sola en mi oficina. El mareo había acabado y en su lugar, lo que más me molestaba, era esa constante picazón repentina. Las axilas aclamaban a mis uñas y mis piernas ardían con furor. Caminaba de allá para acá y de aquí para allá. Terminé rasgándome las medias pantis y deshaciéndome de mi camisa y mi falda. Entonces mi nariz comenzó a picarme con una fuerza increíble. Yo no podía más y comencé a llorar. Las lágrimas que salían a borbotones de mis ojos parecieron entrar por mis poros y alimentar a mis vellos. Apenas la gota rozó mi nariz, un largo y grueso pelo se asomó por mi orificio nasal. Entré en pánico, trataba de retener las lágrimas pero la emoción me lo impedía; mientras más lloraba, más pelos me salían y mientras más pelos me salían, más lloraba. Al cabo de dos minutos, mi cara se pobló con un esponjoso bigote. Decidí salir corriendo hasta mi casa para erradicarlo, exterminarlo y eliminarlo cuanto antes. Tapé mi cara con un libro y mientras caminaba por el estacionamiento de la empresa en busca de mi auto, comenzó a caer una leve llovizna. Las gotas de lluvia empezaron a mojar mis piernas y mis brazos. Sentí de nuevo pelos saliendo de mis poros, mi piel se convertía en una alfombra.
Intenté por un tiempo controlarlos y la mejor manera era evitando el contacto con cualquier tipo de líquido. Pasaba días sin bañarme, sin lavarme la cara y sin cepillarme los dientes. Mi cabello era una grasienta bola de canas, mi cara un sartén usado y mi piel una escamosa superficie. Me volví un ser ermitaño. Mi mal olor era insoportable; mis amigas dejaron de visitarme y mis vecinos huían de mi compañía en el ascensor.
Una noche, irritada por mi olor, decidí enfrentar mi problema. Entré a la ducha y el agua sació mi desesperación. Utilicé mis jabones de canela que tanto me gustaban, mi champú de nueces que me hacía tan feliz y mi baño de crema suave y delicioso. Al cabo de unos segundos, mi piel comenzó a llenarse de pelos y mis ojos apenas se veían a través de la enorme maraña que cubría mi cara. Mi pecho se llenó de vellos al igual que mis piernas, brazos y espalda. Peiné todo mi cuerpo con paciencia y dedicación, la vellofobia había desaparecido. Nunca había dormido en tan hermosa paz.

Ahora soy otra Gabriela. Soy la mujer peluda en el circo y vivo felizmente todos los días. Tomo café, salgo a bailar con mis amigos (los enanos, los gigantes, los más fuertes, los más cómicos y los elásticos), brindo por la vida y corro siempre detrás de las mariposas.