sábado, 24 de abril de 2010

Asesinato en la Principal de Bello Campo



A los del cuento. Menos a mí.


Cuando abrimos la segunda botella de ron yo sabía que nada podía salir bien. Es decir, tres personas con dos botellas de ron y todo al carajo. Comenzábamos a perder la lógica que tienen las matemáticas. Para ese tiempo habíamos roto dos sillas, algunas copas de la abuela y una jarra para el té. Creí que no íbamos a llegar más lejos. Algunas veces recitábamos la Biblia, otras a Armando Scannone. Otras veces más bailábamos la lambada o alguna de El General.
Si estábamos de humor, hablábamos del amor. Esas cosas típicas de borrachos.
Esta vez todo fue diferente. ¿Alguna vez han visto a Rodrigo tratando de hacer algo con las manos? Es más torpe que un avestruz. Si contamos la cantidad de vasos derramados, podríamos llenar el lago Titicaca. Pero esto no tiene nada que ver con vasos. Es peor. La segunda botella de ron ya iba por la mitad cuando se le ocurrió – a Rodrigo – hacer algo brillante. Una idea del carajo. Contextualizo: cuando me mudé con mi hermana a este apartamento, teníamos un calentador de agua eléctrico. Pero con los apagones se nos dañó el perol. Desde ese día si quieres agua caliente, tienes que usar la ollita. Sin embargo, mi madre indignada no podía permitir que siguiésemos bañándonos con agua fría. Es así como nos compró otro calentador, pero de los baratos. Es decir, de los que no son eléctricos. Los tipo tanque.
La idea, entonces.
Rodrigo se levanta y dice:
Esa vaina la podemos poner nosotros.
Gaby dice:
Claro, claro que la podemos poner nosotros.
Yo digo:
Nosotros podemos poner esa vaina.

¡La vaina puede ser puesta por nosotros!

No hay que esperar el albañil. ¿Qué tan difícil puede ser? Rodrigo sacó el calentador de la caja, fuimos hasta la cocina y comenzamos a trabajar. Yo no podía con esta alma emborrachada pero aún así me concentraba un poco más que el mismo Rodrigo. Lo que pasó después podría ser perfectamente una escena de alguna película de Chaplin.

A ver, el soundtrack.

Rodrigo, en un movimiento que aún no logro tabular, sin duda una torpeza, dejó caer el calentador por la ventana. Se le resbaló. Y mientras caía todo se congeló. El tiempo sí que se dilata, Sabrina.
En ese preciso instante la conserje del edificio, siete pisos más abajo, recogía una moneda del suelo, un peso colombiano.
Pasó como cuando le das play otra vez a la película.
No se salvó. El calentador le partió la cabeza en dos.
Así mismo.
Rodrigo mató a la conserje con el calentador.
Gaby, coño, no te rías, se murió la vieja.

“Y el hijo es tatuador, ¡coño!”
Fueron las últimas palabras de Rodrigo.