sábado, 6 de junio de 2009

Crustáceo a la Deriva


Resulta que la vi. Sí, la vi. Las cosas siempre caen desde arriba hacia abajo. Como las piñas. La noche planteaba una buena discusión acerca de los animales de granja, un muy buen plato de lechugas confitadas y alguna que otra bebida apocalíptica. Yo, sentado de tenazas, cejas, ojos, patas y cayos cruzados, me dedicaba a seguir la conversación sobre los conejos moteados, sin esperas de que ocurriera algo más emocionante. Sin embargo, o puedo decir también “Con embargo”, apareció. Su vestido morado ondeaba al ritmo del viento mientras se acercaba, a paso de jirafa, a saludarme. Se plantó ante mí como un roble de cien años, separó sus labios carmín y soltando una voz de emperatriz, me dijo: “Hola, cangrejo”. Al momento, me cayeron tres mil jardines colgantes y una codorniz. Sólo pude articular un agudo “Hola”. A partir de ese momento, mi nariz, alargada y triste, sólo pudo dirigirse a su olor. No podía controlarlo y me limitaba, la mayoría del tiempo, a concentrar mi vista en algún otro presente que allí se encontrase. Irremediablemente, mis patas me arrastraron a ella. Sus ojos oscuros penetraron mi débil armadura. Yo, siempre tratando de mantener mis manos en su lugar, no paraba de contar chistes navideños. Era mayo. A ella no parecía importarle y se reía como una pompa de jabón a punto de explotar. Las bebidas apocalípticas fueron, poco a poco, desnudando mi timidez. Atrevido, coloqué mi tenaza derecha sobre su muslo. Noté su emoción en el encurvamiento de sus pestañas, en la lentitud de su parpadeo y en sus labios entreabiertos. No podría explicar lo que sentí. Era como una lluvia de meteoritos de azúcar moreno sobre mi corazón. El acercamiento comenzaba a ser inevitable y como dos polos contrarios nos fuimos aproximando. Tomé una bocanada de aire y con ella entraron a mis pulmones mil canarios volando. Nuestros labios se hicieron de la misma materia y yo sólo sentía ver siluetas de colores, suaves gardenias, dos elefantes bailando chachachá y una ardilla recolectora de fresas. Al separarnos, caí como una pluma de avestruz sobre mi silla. Y ella, holgadamente, con su vestido morado y sus zapatillas de mandarina, se fue. Yo seguía sintiendo su boca sobre mi boca y como una alfombra mágica, flotaba sobre la superficie. Imaginaba cultivar tomates con ella. Andar en bicicleta por la sabana. Correr libremente por los mares en un bote de algodón. Decidido y con el ímpetu de un caballero dragón, la busqué para contarle mis planes, los planes que había hecho nuestros. Mis ojos fueron saltando entre todas las figuras hasta que la encontraron. El mundo se había acabado y sólo quedaba un carbón solitario. Un ruido sordo explotó dentro de mi cabeza al verla entre otras patas. Ella se confundía entre la piel de un gran mastodonte. Y era grotesco. Al principio no podía creerlo pero conocía muy bien sus movimientos. Desolado y arrastrándome por la arena de la noche, fui acercándome al mar. Olvidé los tomates, las bicicletas y el algodón. Una ola me atajó mientras caminaba y me dejé llevar por la alta marea. Y no más labios carmín. Y no más pestañas curvadas. Caí hasta lo más hondo del mar, en el silencio más profundo, donde sólo las partículas de vida se marean entre si. Y alistándome para un sueño eterno, me volví el mismo ermitaño
de siempre.