Tú sabes. Lo dije en serio la última vez. Dije que lo haría si te atrevías de nuevo. Te lo advertí cuando te cepillabas los dientes. Te lo recordé en una nota que dejé pegada en la nevera. No prestaste atención. Pensabas que estaba mintiendo. Tú muy bien me conoces. Tengo manías extrañas. Me gustan los pies sucios. Hablo sola. Me duermo con la luz prendida. Lo sabías e igual lo hiciste. Qué ganas, de verdad. Aún me siento incómoda con tu atrevimiento. Ajá, sé que no fue la gran cosa. No es Hiroshima, dijiste. No entiendes la composición de mi realidad. Es más, desconoces la disposición de mis ideales. Cierto, a veces suelo exagerar. Pero no es el caso. Aquí te fuiste. A veces pienso que tienes la cabeza en los pies. Suelo tener esta clase de imágenes en mi mente. No es que me este volviendo loca, no. No es eso. Sí, sé que tengo viejas manías. Me gustan los pies sucios. Leí la nota en la nevera. Tú me escribiste eso. No. Tú. Incrédula también soy. Dejaste el bolígrafo encima de la mesa. Te dije: salte del espejo que me estoy cepillando. Tú insististe. Me atreví y te clavé los dientes. Fue entonces cuando caminé con mi cabeza y te miré, tristemente, con mis pies.
lunes, 29 de agosto de 2011
sábado, 20 de agosto de 2011
Bio
Salí a tomar aire, sin apuros ni dolor, un cuatro de agosto.
Mancita, dirían, como para no comprometerme.
Todo empezó, debo decir, cuando me deshice del vestido esmeralda durante los quince años de mi hermana y elegí el pañal como única prenda; así anduve toda la noche, muy a pesar de mis tías costureras. El mundo se resumía a una lata de mantequilla y al televisor del comedor. En uno de esos embelesamientos, mi prima me arrancó el chupón de la boca y lo lanzó por el balcón, nunca lo rescató, me dijo que había caído en un pupú de perro. Por esos tiempos tenía los pulgares y los índices siempre pegostosos por sostener cubitos de azúcar; patuque general en publicaciones médicas, sillas y portarretratos. Un día de esos me caí y me rompí el párpado con la punta de una mesa, mi mamá gritaba que se me veía la cornea. Cornea, cornea, gritaba. Ese sábado me hice pipí sobre mis sandalias favoritas y como eran parte de mi pie, tuvieron que lavarlas rápido, más rápido que rápido y las metieron al horno para que se secaran; rápido, rápido se quemaban. Mi abuela siempre me regañaba porque me tomaba